viernes, 22 de junio de 2012

Lovecraft y la curiosidad

Una mujer no puede resistir la tentación, quiere contemplar por última vez una ciudad y queda convertida en sal. Un joven cantante realiza un gesto análogo, sólo para ver cómo se pierde para siempre su amor en los dominios del olvido. En el corazón del bosque aguarda, eterna, la diosa desnuda que castigará nuestra indiscreción convirtiéndonos en ciervo y mostrándonos porqué su atributo es la cacería. El monstruo de la curiosidad no sólo se alimenta de felinos. El ansia de saber engendra monstruosidades, los ojos que intentan conocer secretos arcanos son ojos que destruyen y se destruyen.
En la literatura, la curiosidad se paga a un alto precio. La sed de conocimientos sólo se apaga con el agua del Leteo. Pocos escritores se han obsesionado tanto con lo terrible del conocimiento como aquel nacido en Providence. Pocos seres hay que representen lo terrible de la búsqueda de un saber último como aquel nacido de su pluma. Criatura imposible, inconmensurable, alado cefalópodo, secreto dueño del mundo. La locura espera agazapada en la contemplación de este ser. La imposibilidad de su nombre es sinónimo de lo incognoscible de su anatomía ¿Cómo pronuncio “Cthulhu” sin escupir a mi interlocutor? Sonidos impracticables para gargantas humanas, su sola mención engendra desgracias.
Lovecraft presenta su universo, el universo de esos dioses primigenios, a través de la insinuación, de la percepción de rastros, de huellas monstruosas que nuestra mente apenas puede llegar a completar. Las anatomías extrañas, las figuras geométricamente imposibles son las formas que toman las palabras de los hombres que han recibido el dudoso privilegio de vislumbrar ese universo que se esconde detrás de la superficie. Realidad oculta en lo profundo del mar, en las islas escondidas en el océano, en la blancura perenne y antártica; pero también en las profundidades de Estados Unidos, en pueblos olvidados, trampas mortales para el viajero desprevenido y en los laboratorios, castillos de la razón asediados por los ejércitos de la locura. Los insinuantes cultos secretos, esos ritos atávicos, los fetiches moldeados nos advierten que la búsqueda es hacia una forma nueva de conocer el mundo que compromete a toda la esencia universal y que no ha sido aniquilada por la razón; que por el contrario, permite misericordiosamente nuestra existencia.  Lovecraft ha imaginados seres que cultivan jardines secretos donde florece el horror. Su pluma ha parido hombres intrigados, amantes de esa sensación abismal de querer saber un poco más.  Y la ignorancia más grande de todos sus protagonistas es la incapacidad de interpretar los signos de peligro que aparecen en el camino hacia ese jardín.
La bendición más grande, para quien garrapatea ese manuscrito maldito que nos guiará a través de La llamada del Cthulhu, es la ignorancia de la realidad última del mundo: “La incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos”. Las tinieblas del desconocimiento son un paño frío en los ojos que alivia la resaca del saber. El protagonista de la investigación que será el relato ha intentado reconstruir una verdad oculta detrás del velo. El desmembrado cuerpo cósmico es vuelto a coser por los ojos y las palabras de eventos aparentemente inconexos. Lo que se está uniendo es la destrucción de aquello que creíamos cierto. Recortes de diarios, sueños, ritos primitivos, fetiches moldeados, sombras de palabras impronunciables  son cuentas de un collar universal cuya contemplación solo es tributaria de la locura.
Esta realidad intuida es profunda como el sueño en el que duermen los antiguos dioses, los seres cósmicos, secretos regentes del globo. Seres que sueñan sin vivir y cuyos sueños son las pesadillas de las almas sensibles. El arte, para Lovecraft, surge como la onírica ventanas que ciertos individuo no pueden evitar mirar, una ojival hendidura que proyecta la pesadillesca intuición de la existencia de monstruosos seres. Criaturas venidas de los abismos del espacio que al despertar, en su primer paso, aplastarían a la razón, dejando huérfanas a las ciencias a las que tanto nos aferramos para conocer el mundo.
Hacia este destino final se embarcará nuestro protagonista. Este viaje que es en realidad un movimiento en espiral hacia la locura, una espiral que replica la elipsis de la caída eterna de Ícaro.  Porque la contradicción es la reina madre de esta actitud que llevará a nuestro protagonista a recorrer el globo en barco. la trayectoria trazada sobre el globo será un bisturí que brutalmente despellejará lo que consideraba realidad hasta entonces. El trayecto es el último parpadeo de Sémele. Conocer a partir de las historias de otros, de recolectar pacientemente un rompecabezas cuyas piezas están esparcidas por todo el mundo y se construyen a través de relatos aislados, fragmentados, inofensivos por separado pero que juntos son corrosivos. Conocer a través de una literatura maldita. Dos científicos, un inspector de la policía, un artista y sus sueños, algunos recortes de diarios y  un marinero a través de su testimonio escrito arman canciones de cuna de atabaque y torso desnudo para el niño de las estrellas, para el indescriptible Cthulhu.

domingo, 29 de abril de 2012

Al canibal que hay en mí...


El vampiro es uno de los seres que ha adquirido mayor fuerza simbólica en los últimos doscientos años de occidente. Pero mucho antes de brillar como una vedette llena de lentejuelas a la luz del sol, antes de merodear los pantanos de Luisiana, en un tiempo muy anterior al que lo vistiera de mujer fatal, pretérito a esa figura con modismos de un byroniano lord refinado, su mención ya hacía acelerar los corazones de la gente eslava y de los pobladores del mediterráneo. Multiforme, de contornos indefinidos, amparado por las sombras de la tradición sus principios rectores han asaltado al hombre desde que descubrió que ese líquido rojo que le corría por el cuerpo no debería andar saliéndosele.
Amor por la sangre, amor por la noche, nostalgia por la vida. Seres envidiosos que no pueden soportar el latir de un corazón que ya no es suyo. El vampiro es un insomne que se niega a conciliar el último sueño y regresa a atormentar a quienes siguen vivos. El vampiro es un agujero negro que succiona la vitalidad y el calor de los durmientes,  pero su existencia es un vacio que lo deja en nada. Insaciable, se repite noche tras noche, intenta paliar su soledad absoluta arrastrando a más seres a su condición. Una peste de crecimiento arbóreo, ramificándose, anhelante por llegar a un cielo que sigue igual de lejano, eso es el vampirismo para los espíritus, desde la Edad Media hasta los umbrales del Siglo de las Luces.

Imaginemos una noche en la que nos protegemos con la luz débil de una vela, o con un farol si somos afortunados. La noche es cerrada, inunda el mundo alrededor de nuestra casa que se mantiene a flote gracias a esa pequeña luz. Cada casa es una isla en un mar de negrura. El mundo ha dejado de existir hasta el amanecer siguiente, afuera de la ventana: el caos primordial, el peligro de un mundo sin formas donde las reglas a las que está atada la carne ya no rigen. El vampiro es una de las múltiples formas que puede adoptar esa negrura abisal. Y, a su vez, el vampiro también puede adoptar diversos ropajes según la región en la que se encuentre: puede ser una mosca, un murciélago, una rata, un lobo-perro o un perro-lobo. Todos seres asociados a la carne muerta y al acto de comer. Aunque son más las veces en las que este monstruo aparece simplemente con la forma que vestía cuando murió. Desde las ventanas de nuestra pequeña casa podemos adivinarlo acechante, sintiendo nuestro calor y relamiéndose. Y así es como al día siguiente nos enteramos por nuestros vecinos de que hay alguien enfermo en el pueblo. Alguien cuyas fuerzas están mermando, cuya vitalidad se consume como la leña en una hoguera para dejar entrar el frío.
Y nuevamente la noche, nuevamente el ritual de encerrarse, de intentar combatir la angustia nocturna. Y nuevamente nos asomamos a esa nada por nuestra ventana que es el limen entre la forma y lo informe. Sentimos la presencia que se adueña de las calles. Y nos enteramos, al otro día, de una muerte que será muchas más en los próximos meses. Las sospechas recaen no sobre los vivos sino sobre otros difuntos. Y Excavamos y exhumamos y espiamos. Encontramos un cuerpo que nos parece lleno de vida, caliente pero sabemos que es la sangre de otros la que da ese calor, que la peste que hincó sus dientes en nuestro pueblo tiene esa cara que antes nos era tan familiar, tan querida. Aquí se nos abren varias posibilidades que no siempre tendrán el mismo efecto. Convencer al vampiro de que se mantenga en su lugar requiere un argumento de madera, afilado que lo atraviese y lo deje engrampado al ataúd. Otra posibilidad es la ablación de la cabeza. Si todo esto no funciona, siempre está la opción de incinerarlo todo, purificarlo. Esta acción debemos repetirla con todo aquel que ha sido atormentado por un vampiro y ha muerto. 

Aproximadamente esta es la estructura semi-cristalizada de los relatos tradicionales de vampiros (especialmente en la Europa mediterránea). Luego vendrán el ajo, los espejos, los crucifijos y demás parafernalia que engalanará a esta aberración. Las fuentes por las que nos llegan estas historias son variadas. Desde sentencias judiciales medievales, pasando por informes médicos, hasta refutaciones como las que realiza el benedictino Augustín Calmet. Ya en el siglo XIX Charles Nodier en su libro Infernaliana (1822) recopila varios casos de vampirismo tradicional. Tal vez, los dos casos de vampirismo más famosos, citados y parafraseados hasta el hartazgo, son los de Peter Plogojowitz (1735) y de Arnold Paul (1725).  Pero aunque podamos identificarlos con nombre y apellido, el vampiro original es anónimo, porque puede ser cualquiera, porque todos lo somos.
 Atrás de esta figura se esconden otros seres monstruosos relacionados con la resurrección y la sangre: lamias, empusas, brujas y brujos con debilidad por la antropofagia, ghoules (hombres-lobo) y la peste. Siempre la peste, eterna, inevitable, ingobernable. La peste toma forma humana. Aquel quien fuera mi amigo, mi vecino, mi amante, es ahora el portador de la muerte. Al parecer la creencia en los vampiros fue coincidente con los azotes de las pestes. Sin embargo esto es una excusa. El poder del vampiro es muy superior a una enfermedad, el poder del vampiro surge de nuestro miedo y anhelo por la muerte. Está inscripto en el vértigo que nos provoca el pozo en la tierra. Ese pozo que nos atrae y nos repele a la vez. El vampiro es esa imposibilidad infantil de crecer, de cambiar, de mutar, de seguir. El vampiro es la piedra de Sísifo, eterno trabajo  estéril. Es deseo puro imposibilitado de saciarse, una incapacidad de abandonarse al sueño de las tibias cruzadas. Pero el vampiro es, también, una afirmación y una advertencia: todos alguna vez fuimos el vampiro de alguien.

Bibliografía vampirizada en este artículo:
  • Bajarlia, Juan Jacobo (1992): Drácula, el vampirismo y Bram Stoker, Buenos Aires, Almagesto, 1992.
  • Borrmann, Norbert (1999): Vampirismo, el anhelo de la inmortalidad, Barcelona, Timun Mas, 1999.
  • Nodier, Charles (1822): Infernaliana, Madrid, Valdemar, 1988.
  • VVAA: Vampiros, Buenos Aires, Sur, 1961.
  • VVAA: Zilele Draculi, las diversas caras del vampiro, Buenos Aires, EUDEBA, 2002.
 

lunes, 16 de abril de 2012

Madre de monstruos


Como si la capa que es el universo material no le alcanzara para contenerla, la humanidad le ha cosido un sinfín de bolsillos que ha llenado de imposibles. Como si la realidad fuera insuficiente para satisfacer su desaforada necesidad de expresarse, la mente humana la ha utilizado como materia prima para moldear sus criaturas simbólicas: artesanías de sueños, de terrores y de placeres. La realidad de los monstruos y de las maravillas generadas por la imaginación humana se burla del empirismo. El poder de estos engendros, que no pisan la tierra pero dejan huellas mucho más profundas que la de cualquier bicho de zoológico, es el poder innegable que otorga el símbolo. 

En estas páginas, que también son etéreas, unos y ceros vestidos de letras dibujarán los contornos esquivos de algunos de estos hijos del sueño. La mano que bosquejará estos retratos carece del pulso científico y enciclopedista pero intentará adornar el amor que siente por las monstruosidades. Acotado como las posibilidades de la imaginación humana será este recorrido porque los seres míticos se duplican, se multiplican y son polisémicos. El conjunto de las criaturas imposibles forma un animal mágico con la propiedad de cambiar su fisonomía de acuerdo al ojo que lo espíe. Toda monstruosidad puede mutar para transformarse en el avatar de un nuevo concepto, toda maravilla figurada por la mente humana es capaz de contener en sí misma al universo entero, toda criatura es un aleph. Por lo tanto, nuestro dibujo siempre estará incompleto; toda hoja en la que decidamos plasmar el contorno imposible de un ser que demuele los principios biológicos nos será escasa. Siempre se escaparán por los márgenes. Siempre habrá mil historias que no se contarán, que quedarán olvidadas, quizás otras voces nos ayuden a completar este mosaico de piezas infinitas en la bizantina catedral  de los miedos y anhelos del alma humana.